Como anticipo, leé un capítulo de "Feminismos, género y pandemia"

En pocos días más será publicado en México el libro "Feminismos, género y pandemia", coordinado por Mariel Eula. Aquí, un anticipo: la participación en el volumen de Emiliana Lilloy.

Mariela Eula, compiladora del libro "Feminismos, género y pandemia", que será publicado el próximo 15 de marzo en México, consideró sobre el texto que aquí anticipamos: "Emiliana Lilloy nos propone celebrar una revolución feminista ante el androcentrismo del mundo basada en un feminismo combativo pero gentil, consciente de la herencia histórica que mantiene a muchos hombres, y en particular mujeres, en una ceguera naturalizada frente a las propias opresiones. Cuestionar nuestro presente aceptando los arduos desafíos, y dar margen a otras interpretaciones del mundo, nos dice Lilloy, será un buen paso para el logro creativo de nuevos existenciarios, y de cambios significativos para un futuro con lugar para todos".

A continuación, el texto de la mendocina que fue convocada a participar del trabajo:


Reflexiones para un feminismo postpandemia. La igualdad es un acto creativo. Por Emiliana Lilloy 

Pensar en un mundo en que seamos tratadas de una manera justa, con igualdad en el acceso a bienes y al cumplimiento de nuestras metas, exige un acto creativo. Una imaginación fructífera que nos permita visualizar las posibilidades y una conciencia filosa que habilite a detectar las cadenas y limitaciones invisibles que nos sostienen en situaciones adversas ante la misma realidad.

Esto se nos hace evidente cuando se escuchan argumentos que sostienen que las cosas deben ser de determinada manera porque así está establecido por determinada norma, sin permitirnos siquiera pensar en qué contexto cultural se creó dicha norma, o por quién y para qué fines fue creada. Prestigiosos/as juristas se inquietan al ver que los principios generales del derecho y nuestras constituciones se ven reinterpretadas o valoradas de manera diversa, ante los reclamos de que otros principios o manera de ver el mundo tienen que nacer, para equilibrar aquella balanza que puso a las mujeres en desigualdad de derechos.

«Igualdad libertad y fraternidad» fue una idea gloriosa del racionalismo del siglo 18 que puso a los varones en el panteón del mundo, ordenando todo lo que lo rodeara a su servicio. Esto incluyo a las mujeres, legislándolas como un animal doméstico, dispuesto para garantizar la alimentación, el hogar y el cuidado de la prole, mientras ellos ocuparon su tiempo y energía para diseñar el andamio cultural en el que hoy vivimos.

¿Podemos considerar honestamente que ese andamio, construido por ideas, instituciones, normas, creencias, etc. es

verdaderamente uno que es justo para la otra mitad de la población? Quizás es hora de perder la inocencia.

La revolución del feminismo viene a ser aquí, la revolución francesa de la visión androcéntrica del mundo. Pensar o, imaginar si se quiere, un mundo en el que los varones ya no son el centro de las cosas es un desafío que nos invita a revisar cada espacio de nuestra cultura y de cómo aprehendemos el mundo. Desidentificarnos con los mandatos, para saltar en nuestras mentes a un mundo con un nuevo diseño.

En esa utopía, las mujeres podríamos seducir y abordar a las personas que despiertan nuestros deseos sin tener que esperar de manera pasiva a ser conquistadas, negando nuestro derecho al placer y capacidad de conquista. Podríamos elegir libremente nuestras profesiones sin temer a ser discriminadas en nuestro espacio de trabajo y sin enfrentarnos al techo de cristal o a los pisos pegajosos que caracterizan nuestras carreras profesionales. Dejaríamos de pensar en nuestra estética o modo de presentarnos ante el mundo de los varones, que son quienes aceptan o no, nuestros atributos y maneras de expresarnos para darnos acceso a los espacios. Compartiríamos las tareas de cuidado sin ser estigmatizadas o culpabilizadas por elegir no llevarlos a cabo, como eligen los varones que priorizan otras actividades sin culpa alguna.

Tendríamos sistemas legales que no nos sometan a condiciones de supuesta igualdad cuando no somos iguales. Normas pensadas por y para las mujeres, reconociendo que somos diversas y que como humanas, tenemos derecho a no ser consideradas la excepción, sino a contar con un andamiaje jurídico que optimice nuestra presencia en el mundo, como ha optimizado hasta hoy a los varones creando desigualdades, feminizando la pobreza y acumulando el poder y el capital en sus manos.

No desarmaremos en una vida, los 5000 años de cultura y más de dos siglos de legislación basada en la posición superior del varón en la tierra. Pero si lo haremos, poco a poco, día a día, con nuestros actos cotidianos, nuestra voz y en nuestra tarea.

Entre tanto, es un esfuerzo, un acto de valentía e inteligencia sortear las vallas culturales y permitirnos repensar nuestro derecho e instituciones para bañarlos con una perspectiva amplia que reconozca e ilumine este mundo creado bajo ciertas consignas, para desarmarlo poco a poco, con las armas que hoy tenemos y que nos ayudan a visualizarlo. La perspectiva de género como herramienta viene a contarnos este relato, el de que según con qué genitalidad nos tocó nacer, se nos asignó un modo de habitar en el mundo. Que esa asignación nos pone en situación de desventaja a las mujeres, no sólo porque atribuye funciones que empoderan a los varones en detrimento de las mujeres, sino porque además de jerarquizarnos, invisibiliza a las mujeres ante las instituciones y les resta participación en la construcción global de la cultura.

Los derechos reproductivos, la patria potestad compartida, la legislación de la violencia de género (que antes era considerada como facultades correctivas del jefe del hogar hacia la mujer) son conquistas recientes, producto de mujeres que saltaron las limitaciones de su época y lograron tomar el lápiz para legislar por fin, por y para las mujeres. Es un derecho humano ser representadas en los gobiernos, decidir sobre nuestro destino, acceder a las posibilidades en igualdad de condiciones; porque si no lo es para nosotras, no debería serlo para nadie de la raza humana. Sigamos el ejemplo de las mujeres que nos precedieron, porque lo que cambiemos hoy, será un beneficio para las que habiten este mundo mañana.

La pandemia no es indiferente a los géneros, la legislación y la política pública tampoco

La pandemia, haciendo las veces de cisne negro para nuestra humanidad, vino entre otras cosas, a visibilizar las desigualdades existentes entre varones y mujeres, agravándola en sus diferentes aspectos. Lo que se evidenció durante el proceso que aún no culmina, fue las distintas posiciones de partida que tuvimos para afrontarla y en especial, la recarga exacerbada por el aislamiento, de los trabajos de cuidado, así como las tareas domésticas y educativas de los/as hijos/as.

El día 19 de marzo de 2020, se anunció el aislamiento social, preventivo y obligatorio (ASPO) en la Argentina demandando una adecuación de nuestra forma de vida acorde al período de excepcionalidad impuesto por el ASPO. Sabemos que las medidas de confinamiento que buscaron proteger la salud pública y evitar el colapso de los servicios sanitarios no fueron neutras desde una perspectiva de género, sino que provocaron impactos específicos sobre las mujeres y profundizaron, como se dijo, las desigualdades ya existentes.

En esta línea de ideas, entre otras variables y situaciones que afectaron de manera diferenciada a varones y mujeres (Informe de gestión del Ministerio de las Mujeres de Córdoba, Arg.,2020), vimos que:

· El aislamiento social, preventivo y obligatorio incrementó el riesgo de violencia de género hacia las mujeres y sus hijas/os confinadas en los hogares con sus agresores, a la vez que potenció el surgimiento de nuevas actividades domésticas.

· Las mujeres fueron las principales cuidadoras y trabajadoras del sistema de salud en las primeras filas de asistencia a las/los contagiadas de COVID-19,

corriendo mayores riesgos de contagio y dificultad de reemplazo para la tarea inmaterial que realizan.

· La crisis económica perjudicó en mayor medida a las mujeres, quienes cuentan con una alta tasa de desocupación, elevada presencia en el sector informal y en aquellos servicios más afectados por la pandemia.

· Las mujeres representan casi la totalidad del liderazgo de los hogares monoparentales en los sectores más desfavorecidos, extendiendo los efectos socio económicos a las familias y personas que de ellas dependen. Además, son las principales responsables de las tareas de cuidado, que se vieron incrementadas en la pandemia, especialmente con la intensificación de las labores de higiene, cuidado de personas de riesgo y necesidad de continuar la educación de las niñas/os en el hogar.

¿Cómo leer esta situación? Las estructuras primarias de la desigualdad

Situaciones como las que vivimos hoy a escala mundial nos ponen de manifiesto las estructuras primarias de la desigualdad, esto es, sociedades construidas con una visión androcéntrica del mundo, con asignación de tareas según el sexo biológico y su consecuente efecto sobre el acceso a bienes y servicios. Los puntos de partida son en efecto diferentes y la carga que ya sufren las mujeres determinadas por esta atribución primigenia, se vio agravada profundizando la desigualdad preexistente.

Una situación extrema como a la que asistimos nos permitió ver los efectos distintos que producen las crisis o eventos externos en nuestras sociedades. Esto mismo nos lleva a poner el foco en las razones por las cuales esto acontece.

El problema central de nuestras sociedades es el haberse construido nuestro andamiaje jurídico sobre la preeminencia del varón, tomándolo como norma, lo neutral, lo universal,

privando a las mujeres de derechos. Esto produjo que, al intentar conquistar la igualdad o liberarnos de los condicionamientos, las mujeres fuimos conquistando una supuesta igualdad equiparando los derechos propios a los de los varones. Esto, que parece algo tan lógico y natural, es decir, medir el grado de igualdad entre varones y mujeres por el acceso de estas últimas a los mismos derechos que aquellos, es una trampa que hoy produce sus consecuencias en la praxis. ¿Por qué querríamos o implicaría un criterio de justicia aplicar las mismas normas o la misma legislación en igualdad de condiciones con los varones, si en efecto no somos iguales?

Los derechos reproductivos, legislados muy recientemente nos traen luz a esta reflexión. Es que no necesitamos los mismos derechos, por la simple razón de que no somos iguales. Ser tratadas como iguales cuando no lo somos, ni en nuestra biología, necesidades, habilidades y competencias, se nos rebela inmediatamente como una acción ilegítima. Y en este sentido, ¿no corresponde que las normas y derechos a los que queremos acceder estén diseñados conforme a nuestra forma de ser y estar en el mundo y no asimilándonos a varones como el ser central universal y portador de derechos diseñados a su imagen y semejanza? No somos iguales a los varones y, si somos tratadas como iguales, terminamos por invisibilizar nuestras necesidades y el derecho a habitar en mundo de manera esencial e independiente como seres diversos a los varones.

Por otro lado, sabemos que en base a nuestras diferencias biológicas se construyó un andamiaje jurídico y cultural que generó una estructura material en donde a las mujeres se les asignaron los trabajos de cuidado sin darles valor económico, y se la desempoderó económicamente a través de la prohibición de heredar bienes, la de trabajar y participar del espacio público en sus diversas expresiones. Esta injusticia económica a la que fuimos sometidas se construyó y sostuvo en el tiempo a través

de su correlato en una injusticia simbólica, que nos privó de razón y nos atribuyó características cercanas a los animales no humanos, como la imbecilidad, la fragilidad y demás características asociadas a lo femenino que ya conocemos.

Esta estrategia simbólica que se construyó también a través de la educación diferenciada o sexista, la constante reproducción desde los medios de comunicación y publicitarios, y las políticas públicas provenientes de un Estado masculinizado que sostenía la estructura de la familia tradicional, culminó por diseñar las sociedades que hoy conocemos, en donde la mujer, a pesar de haber conquistado en occidente la eliminación de las restricciones legales impuestas, se encuentra en su vida diaria con obstáculos como la triple jornada laboral o los fenómenos del techo de cristal y piso pegajoso, que responden directamente a la subvaluación de la mujer en el espacio profesional, producto esto, de las constantes difamaciones y menosprecios articulados desde el imaginario patriarcal. Esta estructura, esto es, la construcción de un mundo binario y polarizado, reforzado constantemente por los estereotipos de género construidos artificialmente, es en definitiva lo que hoy implica que las mujeres no podamos salir de la trampa de intentar una igualdad que parece inalcanzable y que a veces incluso nos termina perjudicando.

Algunas reflexiones sobre el uso del espacio público y sus limitaciones: el miedo, el estigma y las cargas familiares

El aislamiento obligatorio y las consecuencias ya mencionadas para las mujeres, nos lleva también a reflexionar sobre su participación en los espacios públicos mediados hoy por la tecnología y las nuevas formas de salir a la calle dependiendo de las reglamentaciones de cada país o jurisdicción en la que habitamos. La falacia de que las mujeres ya hemos conquistado el espacio público se desvanece ante la realidad cotidiana que

nos devuelve una imagen desalentadora: la falta de representatividad en nuestros gobiernos, la necesidad de implementar acciones positivas como las cuotas para asegurarnos un mínimo de participación en la toma de decisiones políticas, la doble o triple jornada laboral que nos muestra el fracaso en la tarea como sociedades de lograr que los varones se incorporen masivamente a los trabajos de cuidados, y finalmente, la constante hostilidad que vivimos las mujeres al intentar habitar lo público son muestra suficiente para descartar la afirmación.

Al mismo tiempo, resulta falaz la idea de la conquista cuando pensamos en qué condiciones lo hemos conquistado.

¿Es nuestro el espacio público si tenemos miedo de caminar solas o de noche por las calles de las ciudades? ¿Es nuestro si al habitarlo recibimos constantes agresiones sexuales camufladas en forma de «piropos o cumplidos» por cualquier desconocido, que en un acto de soberbia nos manifiesta su comodidad para expresar cualquier barbaridad como si se encontrara en su propia casa? ¿Es nuestro si, ante un grupo de varones, tendemos a cruzarnos de calle para no vivir alguna intimidación? Todas estas preguntas, no podrían serles hechas a los varones, porque en efecto, no conocen ese miedo, no son agredidos por grupos de mujeres, ni se sienten intimidados.

Ya en espacios cerrados en donde llevamos a cabo nuestros oficios o carreras profesionales, ¿es nuestro el espacio público si nos sentimos estigmatizadas cuando no respondemos a los patrones culturales que se les exigen a las mujeres como la femineidad, la belleza y la juventud? ¿Somos dueñas del espacio si, somos sexualizadas constantemente con comentarios alusivos a nuestra estética, a nuestra vida sexual, o si cuando queremos ascender en nuestras carreras somo tachadas de frívolas, ambiciosas o carentes de algún instinto animal como el deseo irracional a la maternidad?

En esta línea de ideas, la metáfora de «La talla 38» del libro de la feminista árabe Fatema Mernissi (2000) nos enseña cuántas cárceles mentales aún debemos derribar para lograr la efectiva conquista del espacio. En él, la autora explica con una simpleza y claridad -digna de una mujer con basta conciencia de su propia posición en el mundo-, cómo las mujeres somos controladas en el espacio público restándonos energía y haciéndonos ocupar gran parte de nuestro tiempo en encajar en un esquema de belleza al que nunca alcanzaremos: «Mientras intentaba encontrar, sin éxito, una falda de algodón en unos grandes almacenes en Estados Unidos, oí por primera vez que mis caderas no iban a caber en la talla 38. A continuación viví la desagradable experiencia de comprobar cómo el estereotipo de belleza vigente en el mundo occidental puede herir psicológicamente y humillar a una mujer. Tanto, incluso, como la actitud de la policía pagada por el Estado para imponer el uso del velo, en países con regímenes extremistas como Irán, Afganistán o Arabia Saudí».

Luego de relatar la experiencia, en la que refiere notar que lo «normal», es decir, el tener una talla 38 en su cuerpo, la excluía definitivamente, ella concluye que «a diferencia del hombre musulmán, que establece su dominación por medio del uso del espacio (excluyendo a la mujer de la arena pública), el occidental manipula el tiempo y la luz. Este último afirma que la mujer es bella cuando aparenta catorce años y al dar el máximo de importancia a esa imagen de niña y fijarla en la iconografía como ideal de belleza, condena a la invisibilidad a la mujer madura». (Mernissi, F.,2000)

Mernissi añade que «En efecto, en aquella tienda no solo me sentí repentinamente horrorosa, sino también inútil. Mientras los ayatolás consideran a la mujer según el uso que haga del velo, en Occidente son sus caderas orondas las que la señalan y marginan... El objetivo es el mismo en ambos casos». Agrega también que «el poder del hombre occidental reside en

dictar cómo debe vestirse la mujer y qué aspecto debe tener. Es el hombre quien controla la industria de la moda, desde la cosmética hasta la ropa interior. Me di cuenta de que Occidente es la única parte del mundo donde las cuestiones de la moda femenina son un negocio dirigido por hombres. En países como Marruecos la moda es cosa de mujeres». (Mernissi, F.,2000)

Una forma de mirar el mundo desde el feminismo: ver la estructura, hablar claro, honesto y simple

Relatar estas historias de autoras feministas que nos alumbran sobre nuestras propias experiencias e incomodidades cotidianas, poner en jaque ciertas falacias o frases que invisibilizan la desigualdad y la violencia aún existente, y, detectar en nuestro cotidiano el efecto simbólico que nuestra cultura provoca en nuestra forma de mirar al mundo, es fundamental para resolver el problema de la desigualdad. Sólo podemos cambiar aquello que vemos. No es posible avanzar en las soluciones si no desarmamos las ilusiones de igualdad que nos plantea el sistema, haciéndonos naturalizar los roles y asignaciones de tareas e incluso nuestro miedo.

¿Qué mujer de este siglo no fantaseó, o al menos especuló con cuál sería la conducta que tomaría si un varón intentara violarla? En mis clases en la Universidad hago siempre esta pregunta. En cuatro años, no hay ninguna mujer que no levantara la mano para asentir, para confesar que en efecto había barajado sus opciones ante el ataque. Ningún varón jamás respondió de esta manera, incluso revelaron que no tenían la mínima idea en su cabeza de que algo así pudiera sucederles.

Nombrar las desigualdades sin miedo, poner luz a las diferencias de base y a la construcción histórica de los géneros como un mecanismo de dominación es urgente. Poner el foco en esta estructura antes de tomar cualquier decisión de política pública es la única salida a la reproducción de las desigualdades.

Ni las crisis ni las normas son neutras al género. La invitación a pensar en nuestras estructuras antes de actuar es más importante que tener buenas intenciones y decirnos paladines de la igualdad o la justicia.

Tener claro que la desigualdad no es sólo formal y material sino también estructural e histórica. Acudir a resolver las consecuencias que esta desigualdad genera, como es la violencia física y los femicidios, es una obligación primaria del Estado. Pero atacar la consecuencia no debe privarnos de ver que la problemática se encuentra aún más lejos, detrás del caso concreto y que es un problema social y cultural el que nos ocupa. Y en este sentido, si no miramos con perspectiva de género y reconociendo las desigualdades y diferencias, ¿cómo podríamos resolver el problema desde las consecuencias, si en el origen de cada política pública está el germen de la reproducción de esa desigualdad? A modo de ejemplo, no da igual legislar el acceso al crédito con una norma general que establezca ciertos requisitos, sin observar que, varones y mujeres tienen distinto acceso al salario y al empleo, por la distribución histórica y cultural de los trabajos de cuidado. Y es que finalmente, cerrar los ojos ante las diversidades y desigualdades construidas artificialmente termina por reproducir desigualdades.

Por otro lado, es importante traer a nuestro discurso a un lenguaje simple y honesto. Simple, porque la teoría de género o feminista debe servirnos en nuestra cotidianidad, y porque las discriminaciones están a la vuelta de la esquina o en nuestra propia casa, disfrazadas de prejuicios o instituciones tradicionales como la jefatura del padre. Honesto, porque nombrar las discriminaciones es la única manera de desactivarlas, liberándonos del miedo a herir susceptibilidades de los varones o algunas mujeres que, por ser culturizadas de determinada manera, aún defienden esos estereotipos que nos perjudican como mujeres y como sociedades.

Reflexiones sobre las relaciones entre varones, mujeres y diversidades durante el cambio social

Para lograr un feminismo gentil que integre nuestras relaciones familiares, nuestra paz y nos permita trabajar para un verdadero cambio, es fundamental ser conscientes de que, nacemos y nos incorporamos a un mundo ya construido. No hay posibilidad de elección, el escenario está montado y, por lo tanto, no conocemos un mundo nuevo, sino que «reconocemos» uno ya interpretado por quienes nos antecedieron. Así integramos lo que llamamos cultura, como un conjunto de reglas que hay que cumplir, adaptarse a ellas para ser aceptada, porque sí, porque es lo es natural o normal.

En esta línea, me propongo desarrollar esta idea para su mayor comprensión: Si habiendo reconocido el mundo en el que vivimos nos trasladaran en una cápsula al 1800, las condiciones en que vivían las personas nos parecerían una aberración. Pero quienes nacieron en ellas no notaron nada raro allí: compraron sus esclavos/as o sirvieron toda una vida a un propietario blanco que por alguna razón «reconocieron» superior y con derechos sobre sus cuerpos y voluntades.

A nadie se le ocurriría juzgar la crueldad de ese buen padre de familia que sostenía una hacienda, sometiendo a la mujer a la condición de animal doméstico, quien era la encargada de criarle la prole y a su próximo heredero, hombre que incluso, castigaba o usaba los servicios sexuales de sus esclavos/as porque era su derecho y él los había comprado con el sudor de su frente.

Pero las revoluciones llegan y el mundo cambia. Hoy podemos imaginar la frustración de aquel varón cuando la ley concedió la libertad de vientres, o la traición que sintió de su

«esclavo amigo» cuando accedió a su libertad y lo abandonó, después de años en que le dio casa y comida a él y su familia.

Relatan los escritos de aquella etapa, el fenómeno de que muchos/as esclavos/as, con la libertad concedida, no dejaban a su amo porque no sabían o conocían otro mundo ni otra forma de vivir. Habían reconocido su opresión como la única forma de estar en el mundo.

¿No nos pasa algo parecido hoy con el movimiento feminista? Las revoluciones llegan y el mundo cambia. El feminismo es el movimiento social más largo, pacífico e importante de la historia de la humanidad porque compromete la liberación de más de la mitad de su población. Pero como les pasaba a aquellas/os esclavas/os, pareciera que existen muchas mujeres que no quisieran ser liberadas ni que las cosas cambien, porque no conocen otra forma de estar en el mundo para el que fueron educadas.

Lo mismo sucede quizás con muchos varones. Buenos padres, hermanos y esposos se sienten ofendidos por el feminismo, se sienten atacados y constantemente se defienden con frases como «no todos somos así, ni asesinos ni violadores». Ellos trabajan mantienen y protegen a sus familias. Les asustan las personas que no se adecúan al rol de varón y mujer que vieron de pequeños, aquel mundo que reconocieron y normalizaron al crecer. Y sobre todo les incomoda que las mujeres salgan a la calle a pedir que no las maten. ¿Por qué lo hacen, si no todos somos violentos?

En este contexto, el feminismo como el anti esclavismo en aquel momento viene a romper con el mundo conocido, viene a visibilizar injusticias y cómo nos atraviesa en nuestros hábitos, afectos y formas de estar en el mundo, puede llegar a ser muy incómodo.

¿Quiere el feminismo fomentar el odio a los varones y culparlos de las opresiones, violencias y privación de derechos de las que hemos sido víctimas las mujeres en toda la historia de la humanidad? Claro que no. ¿Creemos desde el feminismo que todos los varones son violentos? Definitivamente no.

Además, esta falacia es tan grande, que, aunque quisiéramos pensarlo así, la realidad nos hablaría a la cara: si todos los hombres fueran malvados y violentos, las mujeres no podríamos salir a la calle, ni construir familias, ni vivir en sociedad.

Lo que sucede es que mientras algunas/os piensan que los varones son los culpables, otros varones se sienten ofendidos porque se sienten aludidos y dicen «no somos todos» o incluso se culpabiliza a las mujeres «porque son ellas las que educan a sus hijos/as» estamos perdiendo de vista dos cuestiones fundamentales.

Una es entender que tanto varones como mujeres y diversidades fuimos educados/as en una cultura machista, por lo tanto, reconocimos ese mundo y reproducimos las desigualdades sin darnos cuenta, porque las hemos aceptado como normales. Aquí no hay culpables, ni buenos/as ni malos/as. Aquí hay una necesidad de replantearse el mundo para evitar que se sigan construyendo sociedades en que las personas no somos tratadas como diferentes, pero iguales en derechos y oportunidades.

La otra es que, en esta ecuación, y producto de este sistema cultural que privó de derechos y valor a las mujeres, se producen constantes actos de violencia hacia ellas, se ha feminizado la pobreza y no gozan de las mismas oportunidades y libertades que los varones para vivir sus vidas. Otro apartado vale para aquellas personas que transitan o no se identifican con el sexo asignado al nacer.

Sabiendo esto, ya no podemos seguir ofendiéndonos, desmarcándonos de «otros hombres» o culpabilizando a las mujeres de su propia opresión.

¿Acaso no es mejor idea dejar de protegernos y aunarnos para cambiarlo? Esto no es contra ti ni contra nadie, esto es para todos/as. Este es nuestro tiempo de hacerlo, para que cuando nazcan las nuevas generaciones, «reconozcan» un mundo nuevo, uno de iguales, sin estereotipos y sin violencia.

Referencias

- Informe de gestión Ministerio de la Mujeres de la provincia de Córdoba Argentina. Edición 2020.

- Mernissi, F.(2000) El Harén en Occidente Madrid: Espasa Calpe.

- Citas y notas extraídas. "No es contra ti" y "La igualdad es un acto creativo" Diario Memo Mendoza, Argentina. (ed 2020/21)

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