La balanza del poder

Un massismo constituido en partido de oposición fuerte, frente a un potencial triunfo de Milei, puede constituir una posibilidad de equilibrio para el Estado democrático de derecho.

Matías Pascualotto

La pulseada impuesta por el ballotage por la presidencia, más allá de las especulaciones estadísticas, incapaces por otra parte, de contemplar ciertas variables irracionales -mal que les pese a los paladines de lo cuanti- cualitativo -, y que tanto preocupa de cara al domingo siguiente, quizás esconda una solución en su seno. Dicha solución puede estar sostenida en el sistema de pesos y contrapesos que, desde la génesis del sistema republicano moderno, apuntala los diseños de poder estatal.

Un gobierno nuevo, y una oposición fuerte, quizás puedan constituir los dos sopesados platillos de la balanza.

En dicho sentido, cabe tener presente básicos principios que sustentan nuestro diseño constitucional: la periodicidad de los mandatos de sus funcionarios y la división de funciones ejecutivas, legislativas y judiciales. Soportes éstos que constituyen los dos grandes guardianes del equilibrio.

Particularmente, el último de dichos principios, sostiene algo fundamental: la invisible balanza que mantenga con freno al poder, esa probabilidad de imposición de voluntad que se deposita en los funcionarios públicos por vía de sufragio.

Y es que, desde los albores de los Estados modernos, fue el temor al despotismo del antiguo régimen, con sus mandatos hereditarios, sus hilos invisibles de mando, y sus tramas de intereses enquistados por la costumbre, lo que se pretendió evitar.

En dicho sentido, y más allá del avance hacia las partidocracias y las democracias de masas, dichos principios protectorios, baluartes de teoría política aplicados a la trama del poder estatal, se han mantenido como puntales invisibles de un sistema que, a veces, parece hacer aguas bajo los discursos.

Y he aquí la cuestión: tratar de ver más allá del discurso, y a pesar del mismo, protegiendo al Estado democrático de derecho.

En dicho sentido, quizás un gobierno que tenga por cabeza al incipiente partido libertario, puede ser una forma de ayuda al equilibrio del poder. Y repito: todo ello más allá de los discursos. Y también repito: mal que nos pesen los mismos.

Quizás resulte más propicio al equilibrio de fuerzas dicha solución, toda vez que se contaría con un oficialismo de nuevos actores, sostenido, criticado (como corresponder a dicho juego de control), y sobre todo frenado por una oposición fuerte y solvente, representada por los referentes gremiales, empresarios, y de los partidos de la oposición.

Es altamente probable que la línea representada por Massa, habida cuenta de las dos décadas de poder real que trasunta a su candidatura, cumpla más sano rol de opositor, colaborando al juego de la pureza institucional y la alternancia, toda vez que, de continuar como representante del poder estatal al cual representa, seguiría cimentando bases en una ya rancia maquinaria.

Maquinaría que ya no podría ser controlada, sino más bien sólo contemplada, en forma impotente, por una oposición nueva, y por lo tanto endeble, sin las mismas posibilidades de freno, dada la falta de estructura real dentro del actual y ya largo gobierno.

Quizás el tema de los discursos no implique el real problema: para su freno contamos, en forma más que feliz, con una Constitución que a la luz de su bloque de constitucionalidad, representado por su conjunto de Pactos de Derechos Humanos, sostenidos éstos por los organismos encargados de su control, cuenta con eficaces herramientas democráticas. La fuerza de la ley está presta contra los discursos.

Pero, más allá de dichos discursos, el real problema parece trasuntar en mantener un aparato estatal altamente empoderado por los años, que no permita, dado su poderío real, contar con un eficaz control opositor. He ahí el peligro: el poder extenso en tiempo y formas. 

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