Empezá a leer aquí el libro "Por qué fracasó la democracia", de Gabriel Solano

En la sinopsis que ofrece la casa editora, se indica que "este libro fue pensado para intervenir en la que será una gran polémica pública nacional: los cuarenta años de democracia que se cumplen en 2023. Con seguridad suscitará todo tipo de debates entre los sectores politizados pero también en la población en general".

"Por qué fracasó la democracia. Radiografía del saqueo capitalista en la Argentina en los últimos 40 años" es el título del libro del precandidato presidencial por el FIT Gabriel Solano, que editó Planeta.

En la sinopsis que ofrece la casa editora, se indica que "este libro fue pensado para intervenir en la que será una gran polémica pública nacional: los cuarenta años de democracia que se cumplen en 2023. Con seguridad suscitará todo tipo de debates entre los sectores politizados pero también en la población en general". 

Agrega que "el contraste entre las promesas formuladas por los políticos en 1983 y la realidad lacerante que vive el pueblo argentino hoy es de tal magnitud que obliga a preguntarse qué fue lo que sucedió para que el resultado sea un país hundido en la pobreza, la indigencia, el endeudamiento crónico y el estancamiento productivo".

E indica, además, que "la tesis que preside el libro es que el fracaso de la democracia es el resultado de la decadencia del régimen social capitalista. Aunque nos dedicamos a analizar las particularidades que asume ese fracaso en la Argentina, el fenómeno como tal está lejos de ser una excepcionalidad nacional. Esto no solo lo vemos en una América Latina cruzada por golpes de Estado y caídas de gobiernos. Lo vemos también en la emergencia de fenómenos como Trump en los Estados Unidos, Le Pen en Francia o Meloni en Italia, pero aún más con el salto cualitativo que implica la guerra en Ucrania y el crecimiento de las tensiones belicistas a nivel mundial".

Empezá a leerlo a continuación:

1. CONSIDERACIONES INICIALES

I

Durante su campaña electoral en 1983, Raúl Alfonsín acuñó una frase que pasaría a la historia: «Con la democracia se come, se cura y se educa». De modo subyacente, quedaba planteado que entendía a la democracia no solo como una forma de gobierno, sino también como la vía para lograr una mejora del nivel de vida de la población. Así, al llamado «estado de derecho» se le otorgaba una finalidad social progresista que iba más allá de la vigencia de las normas constitucionales para englobar también los reclamos sociales más significativos. En el terreno del debate de la ciencia política, el postulado de una «democracia social» desafiaba un principio rector del marxismo, aquel que sostiene que el Estado es el instrumento de opresión de una clase social sobre el resto de la sociedad, y más específicamente, en la sociedad capitalista, el órgano de opresión de la burguesía sobre el proletariado y el resto de las clases oprimidas. Sobre la base de este principio, Lenin sostenía en El Estado y la revolución que la democracia burguesa encubría la dictadura de clase de la burguesía sobre el resto de la sociedad. Antes que él, Friedrich Engels, en su obra La familia, la propiedad privada y el Estado, había afirmado que, en su esencia, «el Estado es un órgano especial de represión». El interrogante de quién tenía razón debía ser develado por la propia realidad.

El postulado de Alfonsín fue muy útil para lograr un triunfo electoral sobre el Partido Justicialista, cuyo candidato de aquel entonces, Ítalo Luder, defendía la llamada «Ley de Autoamnistía» dictada por la Junta Militar, con la cual los genocidas querían bloquear ser juzgados por los crímenes cometidos. Aunque tanto el radicalismo como el peronismo habían colaborado abiertamente con la dictadura, al punto que le suministraron centenares de dirigentes para ocupar inten- dencias, embajadas y demás cargos centrales en la estructura del Estado, la Unión Cívica Radical (UCR), con Raúl Alfonsín como candidato, había logrado canalizar las fuertes ilusiones democráticas que existían en la población. Por primera vez en la historia, el radicalismo podía ganar una elección presidencial sin que el peronismo se encontrara proscripto. El triunfo radical fue tan contundente que logró imponerse también en la provincia de Buenos Aires, donde reside históricamente el voto más concentrado del peronismo.

En este caso, el derrotado fue Herminio Iglesias, un cuadro histórico de la burocracia sindical.

El acierto de Alfonsín estuvo dado por leer con mayor sagacidad la conciencia popular del momento y también por captar las modificaciones que se iban pro- duciendo en el escenario internacional. En toda Amé- rica latina, las dictaduras militares, que habían contado con el apoyo directo de las clases capitalistas locales y de los principales Estados imperialistas para derrotar los ascensos revolucionarios de las décadas del '60 y '70, mostraban signos de agotamiento evidentes. La crisis económica, acelerada por el default de la deuda de México de 1982, golpeaba fuertemente a toda la región y despertaba el descontento social. En la Argentina, los procesos de lucha obrera iban en ascenso y el intento desesperado de la dictadura de apelar a la guerra de Malvinas para salvar su propio pellejo se había convertido en un búmeran. Alfonsín otra vez mostró su sagacidad al ser el primero de los políticos burgueses en declarar abiertamente que la Argentina debía retirar sus tropas de las Islas Malvinas, lo cual lo congració directamente con el imperialismo norteamericano. Esta combinación de promesa de democracia social y respaldo del imperialismo estaba lejos de ser una contradicción. Al revés, se iría convirtiendo en un dato de la época debido a que, ante la crisis de las dictaduras, era el propio imperialismo norteamericano el que impulsaba el retorno a los regímenes constitucionales como una forma de asegurar su dominación en la región.

El retorno a regímenes democráticos también era de enorme utilidad para derrotar los procesos revolucionarios de América Central, cuya forma principal estaba dada por la existencia de movimientos guerrilleros que habían enfrentado y hasta derrotado a dictaduras sangrientas. El caso más emblemático era el nicaragüense, con el triunfo del Ejército Sandinista de Liberación Nacional sobre la dictadura criminal de Anastasio Somoza. El imperialismo norteamericano intentó vencer a los sandinistas mediante la invasión de tropas organizadas por la CIA («la Contra»), pero fue derrotado militarmente. Sin embargo, lo que no pudieron por las armas lo lograron luego con métodos «democráticos». El sandinismo, que siguió al pie de la letra el consejo de Fidel Castro de «no hacer de Nicaragua otra Cuba», decidió convocar a elecciones y admitir la presentación de partidos de la oligarquía que contaron con el apoyo del imperialismo. En un país destruido por la agresión y la guerra civil desatada por las clases poseedoras con apoyo estadounidense, en las elecciones de 1990 la vieja oligarquía que había gobernado con el dictador Somoza volvió al poder. Como proféticamente había anticipado Friedrich Engels, el día antes de la revolución todas las clases propietarias se van a reagrupar bajo la bandera de la democracia.

II

En el momento de ascenso del capitalismo, la democracia era la expresión política del triunfo de las revoluciones burguesas y del desplazamiento del poder de las viejas clases reaccionarias, fueran feudales, mo- nárquicas, clericales, etc. Importa señalar que, aun en la etapa de auge capitalista, la democracia no rigió en forma plena, sino que fue amputada y sustituida por formas de gobierno de tipo bonapartistas. Hasta la república fue suplantada por monarquías, como ocurrió en la propia Francia, protagonista de la histórica revolución de 1789, entre 1815 y 1848. La clase capitalista en forma temprana estuvo dispuesta a sacrificar sus derechos políticos con tal de restringir los derechos democráticos de la población, y, en especial, los de los trabajadores, que con el correr del tiempo fueron ganando protagonismo y creciendo en su beligerancia y hostilidad contra el régimen de explotación capitalista. Pero en la etapa imperialista, caracterizada por un capitalismo en decadencia histórica, este proceso pegó un salto cualitativo.

La instauración de gobiernos democráticos tiene un contenido bien distinto. La bandera de la democracia ya no es un instrumento contra la nobleza y el clero, sino contra los trabajadores. No es un instrumento contra las fuerzas del pasado, sino contra la fuerza social que encarna un porvenir y enfrenta los límites insalvables del orden social vigente. Es oportuno recordar que las banderas democráticas fueron utilizadas como un arma para oponerlas a los consejos obreros, que florecieron en Alemania en el marco de la revolución de 1918 y constituían un embrión del poder de los trabajadores. Detrás de la defensa

Estas consideraciones valen para América latina. Si en Nicaragua, por ejemplo, expresaba la vuelta al poder de la oligarquía y del imperialismo que había gobernado con Somoza, en la Argentina, la instauración de un régimen constitucional-democrático tenía por fuerza motriz al propio imperialismo que había triunfado en Malvinas. Esta caracterización fue mayormente ignorada, invocando para ello hechos reales, como ser las luchas obreras y populares contra la dictadura que ganaron fuerza a partir de 1980, así como el creciente movimiento que encabezaron los organismos de derechos humanos. Pero más allá del papel innegable que jugaron los sectores populares en acelerar el agotamiento de la dictadura, no determinaron los términos de una salida política. Ignorar este hecho determinante, llevó a buena parte de la izquierda, incluso a sectores que se reclamaban trotskistas, a caracterizar que estábamos ante una «revolución democrática» protagonizada por los trabajadores, que sería completada mediante la conquista de reivindicaciones sociales. A su modo y con su propio lenguaje, la izquierda tam- bién hacía suyo aquello de que con «la democracia se come, se cura y se educa». Para ello, esta izquierda dejaba de lado la caracterización de clase de la democracia para hacer suyo un planteo escamoteador, que la presentaba como un régimen de tipo neutro, que bien podría servir tanto para satisfacer los intereses de los trabajadores como los de la clase capitalista. Tal planteo, sin embargo, chocaba con el mundo real. Lejos del carácter neutro que se le pretendía otorgar, el régimen democrático estaba basado en una Constitución y un sistema legal que asegura la propiedad privada de los medios de producción a la clase capitalista, lo mismo «democrática».

En función de ello fue necesario resguardar los logros que las clases poseedoras habían conseguido entre 1976 y 1983. Se valieron para ello de la «continuidad jurídica del Estado», una doctrina que se inauguró en la Argentina luego del golpe de 1930 contra Hipólito Yrigoyen, cuando la Corte Suprema de aquel entonces dictaminó la legalidad de lo actuado por los gobiernos de facto. Invocando esa continuidad jurídica, la «democracia» debutó reconociendo buena parte de los decretos-ley dictados por los Videla y Massera en beneficio de los grandes capitalistas. No se trataba de medidas menores, sino de un cuerpo jurídico inmenso que abarcaba áreas económicas, sociales y políticas. Si bien todos los gobiernos militares habían buscado dotarse de su propia legislación, un elemento distintivo de la última dictadura fue que creó un organismo especial para ello, la llamada Comisión de Asesoramiento Legislativo (CAL).

El portal lasleyesdeladictaura.com.ar, especializado en el tema, elaboró un informe que establece que, de las 4.449 leyes vigentes en la actualidad, 417 fueron dictadas por la dictadura genocida. Entre ellas se destacan algunas que tienen un papel central en la actualidad, como la «ley de entidades financieras» (21.526), que rige nada más y nada menos que el funcionamiento del sistema financiero en la Argentina; la Ley de Inversiones Extranjeras (21.382), que hace suyos los inte- reses del capital financiero internacional; el Régimen de Exportaciones de Productos Agrícolas (ley 21.453); el Código Aduanero (ley 22.415); el Régimen Penal Juvenil (ley 22.278), y la Ley de Inmuebles del Estado (22.423), que autoriza a vender terrenos fiscales sin autorización del Congreso. También preservó leyes de otros gobiernos militares, como es el caso de la Ley de Arbitraje o Conciliación Obligatoria de los conflictos laborales (ley 16.936), impuesta por Onganía en sus primeras semanas de gobierno. Se trata, como podemos ver, de un amplio abanico de «leyes» que abarcan los aspectos más determinantes de la vida económica, política y social del país.

Junto con el reconocimiento de este cuerpo legal, el régimen democrático hizo suya otra de las grandes herencias de la dictadura: la deuda externa. Durante sus siete años en el poder, el gobierno cívico-militar incrementó la deuda en un 449%, pasando de 8.200 millones de dólares en 1976 a 45.000 millones en 1982. Este incremento notable fue en beneficio de las gran- des empresas, especialmente de la llamada «burguesía nacional». Como lo testimonia el Museo de la Deuda Externa de la UBA, «hacia fines de la dictadura, el 17 de noviembre de 1982, se llevó a cabo la estatización de la deuda de los grandes grupos empresarios privados. La deuda estatizada ascendía a 14.500 millones de dólares. La mayoría de los préstamos contraídos por las empresas privadas que generaron dicho monto se trataba de meras registraciones contables entre las casas matrices y las sucursales radicadas en la Argentina, es decir autopréstamos y maniobras fraudulentas». Entre los artífices de estas medidas se encontraba un funcionario que luego sería ministro de Economía de varios gobiernos «democráticos», tanto del peronismo como del radicalismo: Domingo Felipe Cavallo. Su propia trayectoria ilustra de modo inequívoco la comunidad de intereses entre los gobiernos dictatoriales y los constitucionales que los continuaron. Dada la controversia inevitable que surgió por el reconoci- miento de esta deuda asumida por la dictadura, distintos gobiernos prometieron investigarla, pero en ningún caso pasaron de la promesa a los hechos. La comisión creada por Raúl Alfonsín elaboró un informe que nunca fue tratado por el Congreso. En el Banco Central, las investigaciones de los auditores eran desestimadas por su jefe, el economista mediático Carlos Melconian, que ya hacía de las suyas en la década de los '80.

Quien también, como director del Banco Central, jugó un papel en reconocer esa deuda de la dictadura fue Daniel Marx, quien luego manejaría las negociaciones de la deuda bajo el menemismo y el gobierno de De la Rúa. Actualmente, Daniel Marx fue designado por Sergio Massa para dirigir el Comité para el Desarrollo del Mercado de Capitales y Seguimiento de la Deuda Pública. Un dato al margen, pero también ilustrativo: Daniel Marx nunca fue votado por nadie y posiblemente sea desconocido por la inmensa mayoría de la población. Pero bajo los gobiernos «democráticos» varias personas como él tuvieron un protagonismo mayor que la mayoría de los políticos que sí ocuparon cargos electivos. En la democracia actual, solo una ínfima porción de los funcionarios públicos emana del sufragio universal. La inmensa mayoría, entre los que se encuentran los ministros, secretarios, subsecretarios, embajadores, jueces y fiscales generales, presidentes de las empresas del Estado, administradores de la Anses o el Pami, etc., etc., no fue validada por el voto. Buena parte de esta burocracia estatal sobrevive a los distintos gobiernos, distorsionando aún más la verdadera soberanía popular, que en el régimen actual se restringe al voto, ya que, como establece la Constitución Nacional, el «pueblo no delibera ni gobierna sino por medio de sus representantes». Pero incluso el voto alcanza a una porción mínima del funcionariado del Estado.

III

Al venir al mundo como expresión de estos intereses sociales que habían primado bajo el régimen genocida de los Videla y Massera, era muy difícil que la «democracia» cumpliera su promesa de dar de comer, educar y curar. Era difícil y no ocurrió. La evidencia, al cumplirse los cuarenta años del retorno de los gobiernos constitucionales, es cuantiosa e irrefutable. Todos los índices que miden la situación social de la Argentina arrojan un panorama desalentador. La pobreza alcanza aproximadamente al 40% (un término medio entre dos mediciones subjetivas) de la población, aun cuando la canasta que se utiliza como medición está muy devaluada (entre otras tantas cosas, no incluye el costo del alquiler). La pobreza es aún más acentuada en las pibas y los pibes; allí el índice supera el 50%. Un sistema que condena a la pobreza a más de la mitad de sus niños y adolescentes deja expuesto sin miramientos su fracaso. Junto con la pobreza creció también la indigencia que, según el Instituto Nacional de Estadística y Censos (Indec), afecta a cerca de tres millones de personas. Esto, claro, en un país productor de alimentos. La consolidación de una pobreza estructural de semejante envergadura fue de la mano de un fenómeno nuevo: el surgimiento de trabajadores ocupados pobres. Si la desocupación ronda un 7% según el Indec (aunque si no se cuentan los planes sociales llega al 12%, y siempre teniendo en cuenta que no se contabiliza a quienes dejaron de buscar trabajo porque consideran que no lo van a conseguir o porque la remuneración es muy baja) y la pobreza orilla el 40%, es evidente que hay millones de trabajadores que son pobres. Esto se debe a la desvalorización de los salarios y a la precarización del empleo. Se naturalizó que el Salario Mínimo Vital y Móvil, que fija el Consejo del Salario, integrado por las centrales sindicales, las cámaras empresariales y el gobierno, no llegue siquiera al 50% de la canasta de pobreza. Incluso en las mediciones internacionales, la Argentina retrocedió comparativamente con los países de la región, quedando en los últimos lugares de la tabla que mide el nivel de los ingresos de los trabajadores. La desvalorización de los salarios es la otra cara de la moneda de la eliminación de los derechos laborales. Si la dictadura comenzó por reformar la Ley de Contrato de Trabajo, en la actualidad tenemos el 37% de la fuerza de trabajo no registrada, y si contamos la que está precarizada mediante falsos monotributos, supera la mitad de la población laboral. A partir de esta realidad debemos concluir que la llamada democracia fue aún más a fondo que la dictadura en la destrucción de las condiciones de trabajo y de salario.

El agravamiento de la crisis social adquiere una dimensión generalizada. Debe tenerse en cuenta la crisis habitacional, que alcanza a más de 15 millones de personas. La demanda de acceso a la tierra y a la vivienda se convirtió en un tema crucial para millones de personas. Solo en la Ciudad de Buenos Aires hay casi 400 mil personas viviendo en villas miseria, complejos habitacionales derruidos o inquilinatos. La ocupación de tierras en Guernica por decenas de miles de personas demostró que en la provincia de Buenos Aires hay una enorme cantidad de gente que no tiene vivienda. Los especialistas estiman entre 3 y 4 millones el déficit de viviendas en toda la Argentina. En el interior del país, como resultado de la extensión de la frontera agrícola crecieron las expulsiones de poblaciones originarias de sus tierras y de sus fuentes de trabajo y de vida. La salud y la educación pública tampoco arrojan un balance positivo en estos cuarenta años. La dictadura comenzó la transferencia de la educación a las provincias, y luego la «democracia» en los '90, bajo el gobierno peronista de Carlos Menem, la completó agregando nuevos niveles y también la transferencia del sistema de salud. Los estados provinciales debieron hacerse cargo sin el presupuesto correspondiente, lo que impactó en la calidad de los servicios prestados y en la situación de los trabajadores de estas áreas. La resultante fue un creciente proceso de privatización de la educación y la salud, que agravó las desigualdades sociales preexistentes.

En materia previsional, el saldo también es fuertemente negativo. Las jubilaciones cayeron a un mínimo histórico y no hay perspectiva de mejora. Casi sin excepción, cada gobierno aprueba nuevas leyes y adopta nuevas medidas para profundizar un ajuste sobre los jubilados. La nacionalización de las Administradoras de Fondos de Jubilaciones y Pensiones (AFJP) menemistas por parte de Cristina Fernández de Kirchner no devolvió jamás el 82% móvil; al contrario, perpetuó la histórica rebaja de aportes patronales que desfinancia- ron el sistema. También lo hizo Mauricio Macri con su reforma previsional y Alberto Fernández y Cristina Kirchner en los primeros quince días de su gobierno, cuando decidieron eliminar la actualización por inflación. Gracias a estas reformas, las jubilaciones perdieron el 19,3% de poder adquisitivo en los últimos cinco años. La jubilación mínima, que es la que cobra la mayoría de los jubilados, no llega siquiera al 40% de la Canasta Básica de la Tercera Edad.

La dictadura suspendió la actividad de los sindicatos y los intervino. Pero en «sus comisiones asesoras» cooptó a parte de la burocracia sindical que hasta hoy persiste al frente de la mayoría de los sindicatos. El intento de Alfonsín de «democratizar los sindicatos» bajo la forma de la «libertad sindical» (ley Mucci), en la línea de integración al sistema de la OIT, duró lo que un suspiro. Se impuso rápidamente la ley del «unicato sindical» que rige hasta hoy (ley 23.551), pactada con, y redactada por, la burocracia sindical pejotista. Los gobiernos que se sucedieron desde 1983 hasta la fecha se apoyan en la férrea regimentación del Estado mediante esa burocracia enemiga de la democracia dentro de los propios sindicatos. Con su concurso, Alfonsín implementó los congelamientos salariales de los planes Austral y Primavera con la restricción al derecho de huelga, al igual que el veto a la ley de estabilidad bancaria. Así, los capitalistas consiguieron los socios durante la ofensiva menemista de los '90 contra los derechos laborales, como el apoyo a la «ley Banelco» durante el gobierno de la Alianza. El kirchnerismo, que se pretendió un revival «nacional y popular», hizo propio «el sindicalismo que construye», como llamó Cristina Fernández a José Pedraza, el asesino de Mariano Ferreyra y emblema del sindicalismo empresarial. El macrismo llegó a pactar una nueva reforma laboral de ciento treinta y tres artículos con Héctor Daer, que debió ser archivada ante el levantamiento obrero de diciembre de 2017. Lo que no impide que, al día de hoy, con el gobierno del Frente de Todos, sigan los convenios flexibles, como el de Toyota y tantos otros. Del mismo modo que la burguesía no puede prescindir de la burocracia sindical para controlar al combativo movimiento obrero argentino, la democracia no puede prescindir de ella para cercenar sistemáticamente los derechos laborales, sociales y previsionales que costaron cien años de luchas obreras.

Haciendo un balance histórico de estos cuarenta años, es evidente que no se cumplió la promesa de que «con la democracia se come, se educa y se cura». Más aún, las condiciones de vida de la población se agravaron en casi todos los planos, dejando como saldo una mayor pobreza, precarización laboral, desvalorización del salario y las jubilaciones, privatización de la salud y la educación, crisis habitacional, ambiental, etc. Hasta las libertades democráticas conquistadas chocan con un sistema que engendra y encubre al gatillo fácil en las barriadas contra la juventud más empobrecida, la descomposición de buena parte de las fuerzas de seguridad y de justicia que regentean los negocios del narcotráfico y la trata de personas, y que incluso tienen en su haber la desaparición de doscientas dieciocho personas hasta setiembre de 2021. No debería sorprender, entonces, que crezca la desilusión ante la «democracia» y que sectores reaccionarios y fascistoides se aprovechen de ello para levantar cabeza y ganar consenso social para salidas aún más reaccionarias.

IV

Durante estos cuarenta años de gobiernos constitucionales sucedieron hechos políticos significativos e intervenciones populares de magnitud. Es sabido que la Argentina es próspera en crear crisis políticas y se caracteriza por tener un pueblo luchador. Pero en estos cuarenta años ningún proceso sintetizó todas estas características como sí lo hicieron las jornadas del 19 y 20 de diciembre de 2001. La insurrección popular que ganó las calles y volteó al gobierno de De la Rúa enfrentando una represión que produjo treinta y nueve asesinatos en todo el país puso de manifiesto el hartazgo popular con todo un régimen político y social. La bronca popular iba incluso más allá del derrocado gobierno de De la Rúa para abarcar a todas las fuerzas que habían gobernado desde 1983. A diferencia de otras rebeliones populares, como el Cordobazo, el dato distintivo del 19 y 20 de diciembre fue que enfrentó y volteó a un gobierno electo bajo la democracia. En las propias calles se expuso un contraste entre las prome- sas y los hechos. Del «con la democracia se come, se cura y se educa» se pasaba sin solución de continuidad al «que se vayan todos, que no quede ni uno solo». A la democracia se le caía su velo igualitario para exponer con nitidez su carácter de «dictadura de la clase dominante». Las clases medias lo comprobaron con su propia experiencia, al ver cómo el gobierno y los bancos les confiscaban sus ahorros de toda la vida. Ante esto decidieron salir a la calle y unir sus cacerolas con los piquetes de los sectores más empobrecidos. La consigna de «piquete y cacerola, la lucha es una sola» expresaba una articulación embrionaria de las clases populares en oposición al régimen democrático que gobernaba para los bancos, los terratenientes y las grandes empresas.

Las jornadas del 19 y 20 de diciembre fueron detonadas por el estallido del régimen de la convertibilidad. Éste había debutado bajo el menemismo con el apoyo directo del Fondo Monetario Internacional (FMI), el capital financiero internacional, la llamada burguesía nacional y la burocracia sindical. El peronismo, que había sido derrotado por el radicalismo en 1983, había logrado volver al poder luego del fracaso del alfonsinismo, que debió abandonar antes su gobierno en medio de una hiperinflación y un golpe de mercado. Menem, que había hecho campaña haciendo gala de una gran demagogia nacionalista y populista, ni bien llegó al gobierno se alineó con los Estados Unidos y entregó el gobierno a las grandes corporaciones. Ejecutó un remate del patrimonio estatal mediante privatizaciones que tomaron a valor nominal una deuda externa en estado de default, el llamado «plan Brady», que había sido propuesto también por Antonio Cafiero -el perdedor en la interna peronista- bajo el nombre de «capitalización de la deuda externa». Del enunciado «liberación o dependencia» se pasó a las «relaciones carnales» con los Estados Unidos. Declarado como aliado «extra Otan» del imperialismo norteamericano, el país terminó enviando tropas a las aventuras militares de los Estados Unidos e Inglaterra en Medio Oriente y en los Balcanes. En el plano interno se avanzó en pasos decisivos en la política de impunidad del aparato represivo que había ejecutado el terrorismo de Estado. De las leyes de impunidad dictadas por el gobierno de Alfonsín se pasó directamente a los indultos, que beneficiaban a las cúpulas de las fuerzas armadas. La llamada «reconciliación nacional» con los genocidas era la expresión en el plano de los derechos humanos de un alineamiento directo con el gran capital internacional y la burguesía nacional, que habían reclamado el golpe de marzo de 1976.

Esta política contó con el aval prácticamente unánime del peronismo. Los gobernadores fueron firmes defensores de esta orientación ya que les permitía beneficiarse con el remate de los recursos naturales de sus provincias. Entre ellos, emergía desde el sur un ignoto gobernador, que estaba a cargo de la provincia de Santa Cruz. Nos referimos a Néstor Kirchner, que jugó un papel relevante en la privatización del petróleo y el gas y en la entrega de los recursos mineros a los grandes monopolios internacionales. Como convencionales constituyentes, tanto él como su esposa, Cristina Fernández, levantaron la mano para apoyar la reelección de Carlos Menem. Las jornadas de diciembre de 2001 obligaron a giros bruscos y a improvisar cambios de discursos. Quienes habían apoyado fervorosamente la década menemista, se alistaban como «nacionales y populares». Quienes habían avalado desde un silencio cómplice los indultos menemistas, se definían a sí mismos como «hijos de las Madres de Plaza de Mayo». Los que se habían beneficiado con las privatizaciones, decían que querían un «Estado presente». Detrás de lo que sin duda era un acto de impostura política, emergía una lógica que debía ser descubierta por medio del análisis. El «Estado presente» pasaba a ser el santo y seña de los grupos económicos que temían ser arrastrados a la quiebra por la crisis de 2001. Los millonarios subsidios que el Estado les entregaba eran justificados en nombre de un nacionalismo que estatizaba las pérdidas de los grupos económicos mientras «privatizaba» sus beneficios.

Un nuevo ciclo de la economía internacional, caracterizado por el salto del precio de las materias primas, permitió que, junto con la desvalorización del salario que se dio por la devaluación posconvertibilidad, el país se beneficiara con un período de crecimiento económico. Este trabajo sucio fue realizado por Jorge Re- mes Lenicov como ministro de Economía de Eduardo Duhalde. La devaluación de un 300% destruyó los salarios tanto medidos en dólares como en pesos. Para ello se valió de una brutal recesión que limitaba la capacidad de respuesta de los trabajadores y evitaba que la devaluación se trasladara a los precios. Este golpe a los trabajadores fue el punto de partida de la llamada «década ganada». Durante esos años, los índices sociales fundamentales no perforaron los pisos que había dejado la dictadura militar en 1983. En el momento de mayor crecimiento, la pobreza seguía afectando a un 25% de la población, la precarización del trabajo con- tinuaba altísima y los salarios se amesetaban en niveles bajos. Junto con esto, la estructura económica del país tendía a una mayor primarización mientras ganaban peso el extractivismo y la sojización. El agotamiento de ese ciclo económico llevó primero a un impasse económico, a un agravamiento de la crisis social y por último a la derrota electoral. En un hecho inédito, una fuerza claramente derechista, con uno de sus exponentes más emblemáticos, llegaba al poder por medio de las elecciones y no de un golpe de Estado. Para muchos, este dato históricamente novedoso era la prueba de la fortaleza de la democracia, que había logrado que hasta la derecha más reaccionaria se hiciera democrática. Pero probaba lo contrario: que la democracia se había transformado en el vehículo de esos intereses antipopulares. Después de todo, el grupo empresarial de los Macri había sido uno de los mayores beneficiarios de la dictadura militar, como parte de la «patria contratista» y los «capitanes de la industria» que lograron la estatización de la deuda privada. El gobierno de Macri, pese a tener el apoyo de los mismos grupos económicos que gobernaron bajo el kirchnerismo y del 90% del peronismo, que le votó más de cien leyes en el Congreso, terminó en un fracaso rotundo y en un mayor empobrecimiento y endeudamiento de la nación. Las jornadas de diciembre de 2017, con centenares de miles de trabajadores enfrentando a un Congreso que quería aprobar una reforma laboral y previsional, fueron otra rebelión popular contra la democracia del capital. Aunque la rebelión no logró voltear al gobierno como sí sucedió en diciembre de 2001, implicó una herida de muerte para la experiencia macrista.

V

La crisis de la democracia radica en su incapacidad para satisfacer las necesidades sociales fundamentales. Esa incapacidad obliga a indagar en la naturaleza de clase de la democracia actual. No es una democracia a secas, neutra, capaz de representar o canalizar intereses sociales diversos, sino que es una democracia capitalista, cuyo fundamento último es la explotación de la fuerza de trabajo y la acumulación privada de la riqueza social producida. La democracia capitalista se basa en un cuerpo legal, en buena parte heredado de la dictadura, que asegura la propiedad privada de los medios de producción y restringe la voluntad popular al voto cada establecida cantidad de años. Que la dictadura y la democracia tengan en común una parte importante de su marco jurídico-legal se explica por el hecho de que ambas tienen un carácter de clase común: una democracia capitalista y una dictadura capitalista. La crisis de la democracia es el resultado de la crisis del sistema que la sustenta, el capitalismo. Por eso se trata de un fenómeno universal, que trasciende las fronteras nacionales. La crisis de la democracia es inseparable del desarrollo de la crisis mundial capitalista. La economía mundial no se repuso de la crisis financiera de 2008. Más aún, esta se agravó y potenció con la pandemia y ahora con la guerra en el marco de un escenario dominado por una combinación explosiva de recesión con inflación (estanflación). La bancarrota capitalista, en definitiva, realizó su trabajo implacable de topo y terminó por romper todos los equilibrios políticos, económicos y sociales. Socavó las bases de sustentación de los regímenes políticos, incluso de los Estados más poderosos, y es el fundamento que explica la disgregación de las democracias imperialistas. La crisis capitalista se llevó puesta la globalización y jaqueó a la democracia abriendo paso a un período de extrema polarización política, que se traduce en crisis políticas nacionales e internacionales más severas, en guerras económicas y en la guerra propiamente, como sucede ahora en Ucrania. Simultáneamente, es la crisis capitalista la causa última que explica la emergencia de rebeliones populares en diferentes países del mundo. En este marco se crea un escenario político fluctuante, en el que se combinan gobiernos de signos ideológicos diversos, de derecha, pero también de izquierda. En América latina estamos asistiendo a una «ola rosa» de ascenso de gobiernos de centroizquierda (Brasil, Chile, Colombia, Argentina), aunque en el marco de una gran inestabilidad, como lo prueba el reciente golpe derechista en Perú.

El crecimiento de fuerzas reaccionarias y con rasgos fascistas se vivencia en países centrales, como los Estados Unidos, Italia y Francia, o en países de la periferia, como Brasil o Hungría. La guerra en Ucrania, que enfrenta a la Otan con Rusia, agrava esta crisis debido a que acelera los choques entre los Estados, refuerza el militarismo y con ello las tensiones internas al interior de cada país. En Europa, el crecimiento de las fuerzas fascistoides es un reflejo reaccionario de una polarización cada vez más intensa. La ola de migrantes provocada por las guerras en África y Medio Oriente hacia los países del Viejo Continente sirvió como caldo de cultivo para que prosperaran las fuerzas fascistas. El carácter internacional de este fenómeno se prueba en el hecho de que envuelve con especial fuerza a los Estados Unidos. El intento de golpe de Estado propiciado por los partidarios de Donald Trump cuando este aún estaba en ejercicio de la presidencia muestra que la principal democracia del planeta, la norteamericana, está atravesada por una crisis de fondo.

Muchos dirigentes y analistas políticos reconocen esta situación y convocan a una cruzada en defensa de la democracia. Razonan de modo lineal: «Si la democracia está acechada por el fascismo, entonces la tarea del momento es defenderla». La contradicción de la época ya no sería socialismo o capitalismo, sino fascismo o democracia. Esta presentación, sin embargo, parte de una caracterización equivocada. La crisis de la democracia no se debe al avance de formaciones políticas neofascistas, sino a su incapacidad para desarrollar las fuerzas productivas de la humanidad, superar los choques nacionales y estatales (¡las guerras!) y elevar el nivel de vida de la población. Si luego vemos un avance de formaciones reaccionarias, derechistas y fascistas o neofascistas, es porque explotan la desilusión e incluso el repudio de las amplias masas de la población hacia los regímenes políticos vigentes. Camuflar esta caracterización de conjunto por una supuesta tendencia del electorado constituye una mistificación de la realidad, cuando lo que caracteriza al electorado es, precisamente, una aguda volatilidad, que va de un extremo al otro del espectro político.

A partir de esta caracterización se deduce que quien quiera enfrentar real y efectivamente el avance de las fuerzas más reaccionarias no debe hacerlo desde la defensa de la «democracia», pues estará defendiendo los intereses sociales que gobiernan mediante ella. Después de todo, apoyar a Biden contra Trump equivale a enrolarse en la ofensiva belicista de la Otan, y lo mismo sucede si se apoya al colonialista Emmanuel Macron contra la fascista Marie Le Pen. Esta conclusión debe ser debatida especialmente en el seno de la izquierda, si es que quiere jugar un papel verdaderamente transformador en la etapa histórica presente. El pasaje de la izquierda a la defensa de la «democracia» es solo la otra cara de la moneda de su pasaje a la defensa del capitalismo, con todo lo que ello supone: quita de derechos sociales, opresión social y nacional, militarismo, guerras. La izquierda que adoptó un programa capitalista se transformó en una fuerza conservadora y perdió la capacidad de representar causas transformadoras. Las fuerzas reaccionarias, sacando pecho, se valieron de esta concepción para afirmar que «la rebeldía se hizo de derecha».

Se produce, sin embargo, una contradicción que tiene una importancia crucial en esta relación dialéctica entre la defensa de la democracia y la lucha contra los golpes derechistas y reaccionarios. En la inmensa mayoría de los casos, las fuerzas que se reivindican defensoras de la democracia nada hicieron contra los golpes e incluso colaboraron con los gobiernos golpistas. En la Argentina, la experiencia en ese sentido es tan abrumadora que podría citarse como ejemplo internacional. Ni el peronismo ni el radicalismo hicieron nada para impedir el golpe contra Isabel Perón. Más aún, una porción significativa de sus dirigentes lo promovieron y luego se integraron de diversas maneras al aparato del Estado comandado por Jorge Rafael Videla. En cambio, las fuerzas de izquierda que cuestionaron la democracia por su carácter de clase capitalista, lucharon contra el golpe con todos los elementos que tenían a mano. Esta experiencia, más allá de las características que son propias de cada país y de cada momento histórico, puede elevarse al nivel de una regla universal.

VI

Con las peculiaridades que le son propias, la Argentina alcanza sus cuarenta años de gobiernos democráticos reproduciendo las tendencias internacionales antes descriptas. El surgimiento de fascistas como Javier Milei, que adopta un discurso negacionista sobre el terrorismo de Estado y los treinta mil detenidos-desaparecidos, es un síntoma de esta situación. El éxito transitorio de Milei radica en su capacidad de explotar demagógicamente la desilusión de amplias franjas de la población, empezando por la juventud, con el régimen democrático imperante. El diputado «libertario» utilizó también los resultados negativos que arrojó el intervencionismo estatal de los gobiernos capitalistas para presentarlos como izquierdistas y hasta comunistas, y enarbolar un programa rabiosamente privatizador y contrario a todos los derechos sociales vigentes. El discurso libertario ataca a la «casta política» pero no a la «casta empresarial», ignorando adrede los vínculos de subordinación de la primera a la segunda. El programa de Milei fue más allá de su propio partido para ser tomado por un ala significativa del macrismo, en la que se enrolan el propio Macri y la presidenta del PRO, Patricia Bullrich. Un fenómeno de tal dimensión solo se explica porque crece entre sectores de las clases dominantes la posición de aplicar métodos de guerra civil contra los trabajadores.

El fracaso de la democracia expresa también la crisis de los partidos políticos tradicionales que fueron, históricamente, su sustento principal. El radicalismo, por lo pronto, nunca pudo recuperarse plenamente de la debacle de 2001 y debió conformarse con ser una fuerza auxiliar del macrismo. El peronismo, el principal partido político del país, está envuelto en una crisis de fondo. En 2015 perdió las elecciones contra el macrismo, cuando se suponía que la derecha más rancia solo podía llegar al gobierno por medio de golpes militares. La pérdida electoral alcanzó incluso a la provincia de Buenos Aires, que se caracteriza por ser el distrito más popular del país. La derrota en la provincia de Buenos Aires volvió a repetirse en 2017 con Cristina Fernández de Kirchner como candidata. El fracaso del gobierno macrista le permitió al peronismo ganar las elecciones de 2019, pero fue derrotado otra vez en 2021, perdiendo en solo dos años más de cinco millones de votos. En la actualidad, el peronismo aplica el programa del FMI contra el pueblo, agravando todos los índices sociales. El apoyo del kirchnerismo al ministro Sergio Massa fue más que explícito. Las veleidades nacionalistas o populares fueron sacrificadas en el altar del FMI.

Los cuarenta años ininterrumpidos de gobiernos constitucionales muestran con claridad que la democracia fracasa sobre la base de sus propias premisas y no por los golpes de Estado que establecían regímenes de facto. Dicho de otro modo: no hay excusas, pues tanto el largo tiempo transcurrido como la estabilidad vivida no permiten buscar responsables más allá de quienes efectivamente nos gobernaron. Nos referimos no solo a los gobiernos, sino a la clase social que estos representan: la burguesía nacional y el capital financiero internacional. Es la misma clase social que gobernó con la dictadura militar y que luego le imprimió sus propios intereses a la democracia.

La superación de esta experiencia fracasada reclama un replanteo estratégico integral. No se puede circunscribir a defender la democracia contra los golpes de Estado o la derecha reaccionaria, sino de formular un planteo político-económico-social que parta de superar al capitalismo como sistema social y a la democracia burguesa como régimen político. Esa superación solo puede venir de un programa cuyo centro es el gobierno de los trabajadores y el socialismo. La experiencia que está realizando el Partido Obrero en la Argentina muestra la vigencia y la potencialidad de este planteo estratégico. Nuestro llamado a poner en pie un movimiento popular con banderas socialistas a partir del agotamiento irreversible del peronismo y de la crisis de la democracia burguesa cobra vida en las barriadas populares más postergadas y en los lugares de trabajo

GABRIEL SOLANO

y de estudio. Un movimiento popular con banderas so- cialistas implica cambiar radicalmente los parámetros de acción de la clase obrera y los sectores populares. Allí donde el peronismo planteaba la conciliación de clases, le oponemos la vigencia de la lucha de clases de los explotados contra los explotadores. Allí don- de formulaba la estrategia de un capitalismo nacional, le oponemos la lucha por el socialismo internacional. El objetivo estratégico es la lucha por el gobierno de los trabajadores. Su conquista será la condición para lograr otro tipo de democracia, radicalmente distinta de la que conocemos en la actualidad. Ya no será una democracia que encubra la dictadura de una clase ex- plotadora y minoritaria, sino una democracia de los que producen la riqueza social, la clase trabajadora.

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