Cuando Rosas hizo fusilar a un niño y a una mujer embarazada de ocho meses

La historiadora Luciana Sabina retrata el perfil más cruel de Juan Manuel de Rosas, a quien sindica como "creador de un "estado homicida".

Luciana Sabina

Juan Manuel de Rosas utilizó el terror para controlar, disciplinar y eliminar. En mayor o menor medida dicho instrumento fue siempre parte de su sistema, estableciendo un verdadero "Estado homicida". Así, mientras la Sociedad Popular Restauradora identificaba opositores, la Mazorca tuvo como misión amedrentarlos, robar­les y asesinarlos. Por primera vez cualquiera podía ser parte de un club, sus integrantes no eran de la elite como siempre, se afiliaba el que quería. La Sociedad Popular Restauradora era una verdadera agrupación popular. Dando espacio y rele­vancia a las mayorías postergadas, don Juan Manuel terminó de conquistarlos.

Los miembros de esta agrupación se reunían cada tan­to en alguna pulpería. Sus tareas constituyeron una especie de militancia hostigadora, que incluyó concurrir a la Sala de Representantes para presionar a los rivales políticos. Y cuando ya no quedaron opositores declarados, comenzaron a recorrer las calles gritando a favor del Restaurador y golpeando a su­puestos antifederales.

Desde 1835 Rosas dio órdenes directas a este poco exclusivo club de adeptos, principalmente debían vigilar a los unitarios. Temerosa, la elite porteña comenzó a incorporarse para demostrar apoyo. Los mazorqueros también eran miembros de la Sociedad Popular Restauradora y constituyeron una especie de ala armada de esta. En su mayoría se trató de policías y criminales que terminaron fusilados arbitrariamente después de Caseros, casi todos sin juicio previo, sin oportunidad de de­fenderse.

Entre 1839 y 1842 con la inestabilidad política aumentó la paranoia. Algunos llegaron a ser apresados solo por estar apo­yados en un poste. El ex militar Manuel Cienfuegos fue visto cerca de la casa de Rosas, lo que bastó para acusarlo de mag­nicida y fusilarlo sin juicio previo. Sobre este período escribió José Antonio Ginzo: "(...) se asaltan hogares a medianoche y se asesina y degüella padres de familia delante de sus mujeres e hijos. A uno de ellos, después de degollarlo, se le cuelga des nudo, pero con medias rojas en la actual esquina de Cerrito y Corrientes...", señala el historiador Ginzo.

No siempre llegaban al asesinato, pero golpeaban a las mu­jeres y se llevaban a los hombres para azotarlos. Robaban todo lo que podían y lo que no era destruido. El historiador Vicente Quesada relató muchas historias que conoció entonces, siendo un niño. Entre ellas la de José María Salvadores quien, al sa­berse buscado por la Mazorca, se escondió en el sótano de su casa durante doce años. Sobrevivió gracias a su esposa y salió pocos días después de Caseros.

La Mazorca actuaba con cierta independencia, no todo el tiempo su jefe les señalaba a quiénes debían atacar, pero con­sintió siempre y cuando le pareció oportuno ordenó que los asesinatos cesaran. Las familias no podían estar tranquilas nunca: una sirvienta que delataba a sus patrones unitarios obtenía la libertad si era esclava y recompensas cuantiosas en caso de ser libre. De esta manera se sometió a Buenos Aires.

Conocemos detalles de estas atrocidades gracias al norteamericano John Anthony King, quién llegó a nuestro país en 1817. Harto del rosismo, decidió irse en 1841. Publicó sus impresio­nes con el título Veinticuatro años en la República Argentina. Gracias a él conocemos el caso de Pedro Baca y su familia, un opositor que advertido por un amigo decidió salir de la ciudad durante un tiempo. Al día siguiente de su partida los mazor­queros visitaron su hogar y expulsaron a la familia sin permi­tirles llevarse nada.

Refugiados en casa de un amigo la esposa de Baca envió "a un muchacho de doce años para solicitarse el permiso de alzar una muda de ropa para la desamparada familia, pero como llegó a la casa con miedo y dijo su mensa­je, algunos de los miserables que quedaron custodiándola, lo declararon espía (...). Vi al pobre chico mientras lo conducían como dejo dicho; ¡una criatura de doce años detenida por espía! (...) antes que se puso el sol ese muchacho fue fusilado por orden de Rosas, en el corral o patio del cuartel..." (King; 2013:176-177).

Al Restaurador no le bastaba con eliminar a sus enemigos, los martirizaba hasta último momento. Francisco Ramos Mejía escri­bió al respecto:

"A los venerables y ancianos sacerdotes Cabrera, Frías y Villafañe los hizo fusilar en su residencia de Santos Lugares, pero antes quiso apurar ?el placer' y les mandó cortar del cuero cabelludo toda la parte de la corona, luego les hizo sacar la piel de las manos y en seguida los mandó al banquillo. Los prisio­neros de guerra que no eran fusilados o degollados ?a serrucho' o a ?cuchillo mellado', se les hacía llevar una existencia atroz, viviendo entre los animales y podredumbre".

Tras la tortura generalmente eran decapitados con elemen­tos sin filo y no importaba si estaban muertos al momento de ser sepultados. Las razones variaban, algunos fueron ejecuta­dos por desertores, otros por vagos, por robar un caballo o por haber hablado en contra de la Federación y el jefe máximo.

También llegaban prisioneros del interior, como Apolinario Gaetán: un anciano cordobés, detenido en su hogar, que termi­nó en Retiro por "sospechoso". Ciego, vivió hacinado con otros trece cordobeses. Todos fueron fusilados un año más tarde, por órdenes del mismísimo Rosas.

Las familias de las víctimas perdían sus patrimonios, pa­sando todo a manos del gobierno o directamente de los mazor­queros. Nos cuenta King:

"La confiscación de los bienes de los unitarios estaba a la orden del día, pero para dar un pretexto a estas medidas, se hacía a veces una subasta pública simulada de las cosas confiscadas. Esas ven­tas eran atendidas por miembros de la Mazorca, que entre ellos

mismos arreglaban la distribución de los artículos o bienes (cual­quiera que fuesen) y pujándose aseguraban la posesión (...). Nadie se atrevía a competir con ellos, y de este modo, aquellos hombres se enriquecieron con los caudales de las antiguas y ricas familias del país (...) los he visto entrar en pleno día a la casa de los ciudadanos y destruir o arrebatar los muebles y los bienes de sus ocupantes, arrojar a las familias a la calle y cometer otros actos de violencia demasiado horribles para ser contados" (King; 2013:177).

La saña no finalizaba tras la muerte, tomaban partes del cadáver y las disecaban, como trofeos bestiales. En su sala, so­bre el piano, Rosas expuso durante años las orejas del coronel Facundo Borda y le llegaban cabezas de distintas partes del país, aunque se quedó esperando la de Lavalle.

Emblemático fue el fusilamiento de Camila O'Gorman. El relato de Sarmiento -de quién mantenemos el castellano de entonces- estre­mece:

"cunde la noticia de que el cura Gutiérrez, Camila O'Gorman i el niño de ocho meses que llevaba esta en sus entrañas, habian sido fusilados juntos por orden del gobernador Rosas, i sepultados juntos en un cajón. Buenos Aires tiene encallecido el corazón de esperimentar horror, i no es fácil cosa conmoverlo con muertes, degüellos, desapariciones de individuos. Todo es vulgar; pero aquel fusilamiento (...) era tan esquisitamente horrible, impre­visto, repentino i aterrante, que valia por una matanza por las ca­lles llevando al mercado las cabezas. Si la ciudad entera hubiese recibido un solo instante la noticia, se la habría visto estremecer como si una cadena galvánica hubiese comunicado a todos una descarga eléctrica (...).

Añádase a esto, que acompañaron a la muerte de aquellos infelices, detalles que despedazan el corazón. La guarnición de Santos Lugares, encargada siempre de ejecuciones iguales, habituada siempre a matar a quien se le ordena, tuvo esta vez horror de si misma, i el oficial contestó sin saber lo que se decia: "que me maten; pero yo no hago lo que me mandan." Fue preciso avisar a Rosas, prolongar la espectacion, i que llegase nueva partida de soldados. Al clérigo le desollaron las palmas de las manos i la corona, práctica que ya se habia observado, con otros cuatro viejos curas i canónigos degollados en Santos Lugares. En el mo­mento del suplicio, el cura criminal flaqueaba; i teniendo los ojos vendados, preguntaba oyendo pasos cerca de él, "¿quién está conmigo?" -Yo, le contestaba una voz que por mucho tiempo habia sonado dulce a sus oidos; "¿que tienes miedo? Yo estoi tranquila; me han bautizado a mi hijito". Esta pobre víctima de una pasión, se habia echado el pelo hermosísimo sobre su rostro, para ocultar quizá el rubor tan natural en una mujer; i la madre al sentir amartillarse los gatillos de los fusiles, encojia el cuerpo, como para evi­tar que alguna bala fuese a matar al hijo que palpitaba en sus entrañas. Los soldados de don Juan Manuel de Rosas, son hombres al fin; uno cayó desmayado al disparar su fusil; otros volvieron la cara haciendo fuego a la ventura, i ninguno acertó a herirla en la primera descarga. En la segunda de ocho tiros, uno hirió en un brazo a la pobre señorita que dio un grito. Al fin la piedad se despertó en aquellos corazones embrutecidos, i a la tercera la despe­dazaron a balazos".

Como Camila estaba embarazada, antes de proceder se decidió bautizar a la criatura haciéndola beber agua bendi­ta. Con este caso en particular Rosas fustigó este amor "pe­caminoso" mientras él mismo se alejaba de los dictámenes católicos: hacía años que vivía en concubinato con Eugenia Castro y tenía hijos bastardos a los que jamás reconoció y trató como si se tratara de mascotas.

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