El beso con los vinos del encuentro

Un fragmento de la novela "La Gloria de Pedro en el laberinto de Borges", de Marcela Muñoz Pan.

Marcela Muñoz Pan

Escribir una carta es emprender una prolongación de nuestro yo hacia otro yo, con el que necesitamos reunirnos a través del tiempo y del espacio. Entre nosotros, "tiempo y espacio" deberán ir siempre encomillados, porque fueron las palabras mágicas -"sésamo ábrete"- a cuyo conjuro, repentino y milagroso, accedimos recíprocamente a nuestra más recóndita intimidad.

Escribirle esta carta es una profunda mudanza, desde el deseo más lejano y descubrir una vez más los lazos blancos que me unen al himno de su boca. Quisiera escribirla sobre una mesa de luz donde sus brazos fueran mi madrigal sollozo, con una pared llena de fotos que intimaran con las luces esfumadas y amarillas de estas hojas que nos aproximan el otoño en esta zona, ya casi no tan inhóspita, pues se han colmado de viñas que enamoran a las montañas y prometen los vinos del encuentro.

Si no fuera por ellos, yo no estaría intimando con usted.

Todos los caminos son otoño. Los álamos desfilan por ojos mutantes y una música casi silenciosamente sórdida acompaña el desfile de los andinistas que llegaron, de los enamorados que no cesan de regalarse hojas de plátanos para el recuerdo, y yo busco la hoja perfecta como esta tal vez para dejar constancia de que el otoño me llevó a usted.

Me he mudado a la parte más inútil de la esquina y sólo descubrí que no había sitio posible para encontrarla, más que en la escultura que la honorable Eliana Molinari donó a este lugar del mundo. Recuerdo con cierta frecuencia varios Film con lujo de destalles, actores y actrices que hoy al verlas ya pasadas en años puedo reconocerlas casi sin verlas, también en el pintor de las vendimias Don Pérez Vega o Doña Zully Bazán, que han despertado en mí, la curiosidad a través de la pintura de ese mundo que usted disfruta mientras duran las cosechas.

Somos el Sur profundo. Me pregunto tantas veces si ya sabía usted que acá el Sur es profundo, aunque depende siempre en qué lugar se encuentre, porque si está del otro lado, sería el Oeste. Mi perspectiva va más allá, me refiero, claro está, al Sur del Sur, del Cono Sur y el Sur va ser siempre el mismo acá, allá. Podría decir junto a Serrat "que el Sur también existe". O acaso Borges podría apuntarme que el Oeste y el Sur, al fin y al cabo son espejos, me refiero al Sur mendocino y al Oeste Argentino.

Confieso que he imaginado verla cosechar como las mujeres de rostros multifacéticos que sudan el olor de sus cuerpos mientras se confunde con el olor de los jugos de las uvas, sensación que me parece absolutamente sensual, erótica. Así la imagino, siendo parte de estas cordilleras, sin darse cuenta, que su imagen llega con el eco a los amarillos álamos que devoro en la tarde, cuando salgo en busca de alguna noticia suya, una carta, como un desenfrenado absurdo y loco.

Yo escribo esta carta en busca de usted, con entera conciencia del peligro que desafío. Podría decir doble peligro, pues el enigma de la naturaleza de esta zona es como una gran batalla entre el hombre y su naturaleza, entre este paso de no saber si el hombre está dentro de la montaña buscando precisamente sus enigmas, o sobrevolando sus picos nevados en un avión que dan ganas de bajarse y acariciarlas de tan cerca y tan lejos que las tenemos, o fuera tan sólo contemplándola, como debo hacerlo yo.

Porque lo que me mueve a escribirle y lo que determina esta prolongación de mi yo, acaso no sea otra cosa que la irreversible necesidad de protocolizar una confesión inapelable. Y bien comprendo que toda confesión, es una entrega del ser que desnuda su alma y se ofrece desamparado de las vestiduras que desfiguraron hasta entonces su secreto.

De esta suerte, deberá Ud. entender que yo me entrego, no tan voluntariamente, porque cuando esta carta - que es una prolongación de mi yo- llegue a sus manos, Ud. se habrá incautado con plena objetividad de todo mi ser.

No puedo jactarme de la temeridad de su entrega. Es más necesaria y fatal que voluntaria y optativa. Debo consumarla al margen de toda especulación reflexiva, porque está en mí ser sin que me sea posible apartarla y excluirla. Tampoco la tomo o temo porque no va constituir una novedad para usted, que la presintió con ágil intuición al cabo de nuestro primer beso. Lo único nuevo consistirá, entonces, en su mayor sentido y en la escritura con que se la entrego instrumentada y materializada.

Y si quien calla al confesar se condena inclusive a través de sus verdades de decepción - que suelen ser las peores mentiras- yo tengo impaciencia para decirle que estamos mano a mano, porque a mi turno, recibí su confesión más cabal y definitiva. Me la brindó Ud. en la genuina lágrima que yo con implacable crueldad arrebaté a sus ojos porfiados.

Pero aún no todo está perdido, porque ese traslúcido diamante tuve que ir a buscarlo muy adentro de su entraña, con el doloroso apremio de aquellas tremendas indagaciones invasoras, movidas -¡Oh paradoja humana!- por mi ternura y mi solidaridad de hombre que, al fin y al cabo, no pretende otra cosa que compartir la totalidad de sus padecimientos. Cuando yo recogí esa lágrima con mi beso lejos de envanecerme por la eficacia de mi asedio - que así triunfaba de su altiva y blindada resistencia- le juro que la sentía mía y me sentí suyo.

Una tentación satánica hubo de arrancarme la sonrisa perversa de los vencedores, porque en verdad yo pude vanagloriarme de haber atrapado a la más huidiza de las gacelas, en el coto sin límites de lo femenino. Pude gozar de haber superado todas mis desventajas - que son muchas y algunas definitivas e irremisibles- y pude sentir la ufanía de haber derribado con magnífica concertación de estratega, la muralla más recia y mejor guardada que cerró cualquiera de los caminos de mi vida.

Pero vuelvo a jurarle que, si todo eso pasó por mi conciencia, yo solo pude verlo desde atrás, y cuando ya huían esos sentimientos derrotados por la angélica satisfacción de saber que yo había sido útil y bueno al liberar su espíritu de las rondas trágicas que la estaban inhibiendo.

Perdone la vanidad con que me atrevo a descontar la certeza de que yo he visto -para siempre- ese complejo que la replegó en sus melancolías; tan desbordadas de encantadora displicencia y que la malograban en su destino al incomunicarse con los hombres y con casi todos sus semejantes. Yo sé, que sé más que Ud., en este punto.

Yo sé que no me equivoqué en darle ese beso con los vinos el encuentro.

* Novela "La Gloria de Pedro en el laberinto de Borges", de Marcela Muñoz Pan.

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