Un maravilloso ser multialado

En el Día del Libro y el Idioma, un relato de ficción histórica sobre textos, lectores y recónditos itinerarios, por Matías Edgardo Pascualotto.

Matías Pascualotto

Oscilante en la inmensidad de la llanura, el carromato se mecía como un galeón a punto de naufragar bajo el espeso polvo del desierto que pródigamente emanaba bajo sus pesadas ruedas.


La carga preciada, fruto del intercambio de última hora en las cercanías de la barraca del litoral, allá por el Pago de Los Arroyos, de dónde ya se le vedaba el camino de Buenos Aires debido a la batida de los funcionarios de la Real Hacienda, fue casi un premio de oportunidades y bajo precio, entre gallos y medianoches, para el afortunado carrero que lucraba más con los negocios de contrabando en la vuelta a Cuyo, que con los legales de la dirección contraria.

Dos compactos baúles de pino contenían los bártulos. Los géneros brillantes y coloridos dormían la previa de mercadeos, alabanzas y costureros de las damas del pago chico, apelmazados entre alcanfor, en los momentos del asalto que, en la desértica avanzada, rompió la monotonía de la caravana.

-fácil llega, fácil va- pensó hacia sus adentros, conteniendo la rabia, el jefe de la tropa de carretas, que, apuntado con las facinerosas armas, cerca del improvisado puente del Desaguadero, veía repartirse los contenidos de las cajas.

Las piezas del botín volaban por los aires en el pasamano de la repartija improvisada entre los miembros de la gavilla, cuando, de repente, una ávida mano trajo la sorpresa, elevando del fondo de uno de los cajones un mamotreto que, al brusco movimiento del brazo que lo aprisionaba, desplegó amarillentas sus innúmeras alas, dejando ver, en alternancia, sus arcanos.

-cosas de dotores- vociferó despreciativo uno de los rapaces, mientras la mano soltaba al aire la ahora inanimada criatura mil veces alada, que cayó, en picada a suelo arenoso.

Rato más tarde, el pequeño arriero, que había visto escondido, desde el cerro cercano, el asalto al contingente de carretas, ahora ya en amargo viaje de cargas vacías, bendijo los descartes de los destartalados cajones del botín, que, abandonados al desierto, harían la leña del fogón materno.

En faenas de destripar los restos para su mejor carga estaba, cuando sus pies descalzos talonearon, junto a la jarilla, el inanimado ser multialado. Levantándolo con sus dedos lo curioseó, separando sus alas, que contenían mil jaspeadas y multiformes manchas negras, cuan gallo bataraz.

Maravillosa curiosidad le produjo el tesoro, que parecía mirarlo, estático, desde su aristocrática estampa de blasones y arabescos. Con esfuerzo tenaz, valorando por primera vez los múltiples esfuerzos del maestro que hacía la enseñanza de las primeras letras en la enramada de la iglesia cercana, pudo vislumbrar, tras su destartalado lomo repujado, la presentación dorada que versaba "Al duque de Betar... El Ingenioso Hidalgo don Quixote de la Mancha....".


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